La educación convoca el plano de lo político de una manera muy directa. Sus instituciones son estructuras vitales de cada nación. Afecta a todas las capas de la población de una u otra forma. Y representa el factor por excelencia para el acenso social, el avance de las personas y el progreso de la colectividad. La educación es el mecanismo crucial para sostener la cultura de las naciones, para proteger las instituciones democráticas, para combatir los flagelos del narcotráfico y la violencia. Muchas de sus funciones son aparentemente intangibles, pero ahí están brindando seguridad, certeza y esperanza a nuestras sociedades.
Pero este vector nacional se ve estrechamente condicionado por el mundo de la política. Es evidente que, además de sus fines e idearios, en cada sociedad el sistema educativo dispone de presupuestos, personas, organizaciones, recursos materiales, que son medulares para el Estado y la sociedad civil. Y esto implica que posea una cercanía con la clase política y las acciones de gobierno. Entonces: tanto desde lo interno como lo externo en el mundo educativo la educación se ve afectada por la política y los políticos. Lo más potente es sin embargo el papel de los gobiernos en la educación. A veces para bien, pero a veces no. El problema es cuando sucede el “no”.
¿Cómo impedir que acciones políticas erróneas afecten negativamente el devenir educativo? En un escenario institucional en que la educación está subordinada a los gobiernos, es casi imposible evitar el impacto de orientaciones o decisiones desafortunadas. Es el caso de América Latina y la mayoría de países en el mundo. Uno podría convencerse de que, en sociedades democráticas, es cuestión de esperar que nuevas elecciones generen otras administraciones gubernamentales que corrijan los desaciertos. ¿Tema de paciencia? Sin duda, pero también es cierto que los daños que podría provocar una administración podrían ser de tal magnitud que resultase realmente muy difícil enmendar errores y compensar los desaciertos pasados: ocurriría un desenlace lamentable para muchas generaciones de ciudadanos, pues la educación es factor decisivo para el progreso individual y colectivo. Y en algunos momentos históricos puede ser más grave. Por ejemplo, en la coyuntura pandémica y postpandémica, lo que se ha hecho y se haga bien o mal ha tenido y tendrá consecuencias decisivas para los países. ¿Qué hacer?
Inevitablemente, en nuestras sociedades es necesario pensar en otorgar al sistema educativo una autonomía esencial. Que si bien los gobernantes y políticos en el poder puedan tener cierto papel, sin embargo que el funcionamiento educativo sea independiente. Que funcione con autoridades y protocolos concebidos para plazos estratégicos y al margen de los vaivenes de la “real politik”. Invocaría cambios que tocarían el tejido institucional, legal, político, social y cultural de la nación. ¿Sería posible? Sería complejo y dificil, pero creo que ya existen muchas experiencias en el mundo que muestran que seguir subordinando la educación nacional a los vaivenes de gobiernos y políticos no es el mejor curso para el desarrollo positivo de la enseñanza y los aprendizajes. Esto sería una verdadera revolución en el desarrollo de la educación de un país.
Y todo esto adquiere mayor relevancia en un escenario histórico del siglo XXI, donde, lamentablemente, son cada día más fuertes las tendencias hacia gobiernos populistas y autoritarios con agendas en contradicción con el mejor devenir de los propósitos educativos (y también de otras dimensiones sociales) y que comprometen la institucionalidad democrática, la paz social, y el progreso de las naciones. La educación es demasiado importante como para dejarla en manos de políticos y gobiernos de turno, sea cual sea su sesgo ideológico.